A pesar de que ya había pasado un día desde que se cumplió la fecha límite, esa visita que hacíamos al doctor era más bien de rutina, soló para saber qué habría de seguir en los días siguientes. Mientras la doctora comenzaba a examinar a Kathleen, mi esposa, nos decía que todo estaba bien y no teníamos que preocuparnos. Pero no bien hubo terminado de decir esas palabras, cuando nos miro seria y nos dijo que teníamos que partir inmediatamente hacia el hospital. El nivel de líquido amniótico había bajado considerablemente y era necesario inducir el parto o la bebé se pondría en riesgo. Dado de la inminencia del evento, consideré no pasar al departamento a buscar las maletas que, por suerte, ya teníamos listas desde hacía un par de semanas. Pero, como no tenía que desviarme mucho del trayecto, decidí ir. En menos de cinco minutos recogimos todo y salíamos con rumbo al hospital.
Eran aproximadamente las once de la mañana y sin embargo había tráfico. No me había sentido nervioso sino hasta que dejamos el apartamento. Así que para tratar de relajarme llevaba la música alta. Quizá por el mismo nerviosismo que sentía aumentar a cada segundo que transcurría, manejaba un poco más rápido de lo normal. Al tomar la salida que nos llevaría a nuestro destino note que había una larga fila, así que desaceleré considerablemente el auto hasta quedar casi detenido. En ese justo momento, por el retrovisor vi como un auto se aproximaba a gran velocidad hacía nosotros y no parecía que fuera a detenerse. Instintivamente pisé el acelerador y gire el volante a mi derecha buscando salir de la trayectoria del vehículo para evitar el golpe, pero fue inútil. Se escucho un fuerte chirrido proveniente del carro que se amarraba sobre el asfalto tratando de frenar a tiempo para no impactarnos. Unas fracciones de segundo después, sentimos un empujón que nos sacudió. Junto a mi nerviosismo se añadía un aturdimiento. Después que me hube cerciorado que todos estuviéramos bien, baje del auto. Había sido una carambola. El auto que nos impactó aparentemente había alcanzado a frenar, pero tras de este vino un jeep que lo arremetió con fuerza hacía adelante y este a su vez a nosotros. Gracias a Dios, no hubo heridos ni golpes. Y fuera de la defensa trasera abollada, mi auto no sufrió daños mayores. Les expliqué a los otros dos involucrados que tenía que llevar a mi mujer al hospital, pero que regresaría pronto para intercambiar información, y ellos accedieron. Por suerte el hospital estaba a escasas cuadras de donde ocurrió el choque, así que en menos de diez minutos ya estaba de regreso para hablar con la policía que para ese entonces ya estaba en el lugar. El asunto no demoró mucho y para cuando regresé al hospital, mi mujer ya había sido ingresada y estaba instalada su cuarto.
La habitación que nos asignaron era tan grande y bien decorada que daba más bien la impresión de ser un cuarto de hotel que de hospital. Tenía una ventana que abarcaba toda la pared del fondo por donde se filtraba la luz a través de las persianas; también tenía un televisor de buen tamaño montado en la pared, y junto a la cama donde Kathleen descansaba con varios aparatos conectados, estaba convenientemente colocado una especie de sofá pegado a la pared, justo debajo de la ventana. Previniendo las horas de espera que tenía por delante, antes de salir del apartamento me arme de un par de volúmenes de Sandman y un libro de cuentos de Borges. Además, tenía la computadora, por lo que podía navegar si así lo deseaba. Bueno, al menos ese era mi pensar. La realidad es que leí poco y navegue menos. Entre las idas al baño de mi esposa, las entradas y salidas de las enfermeras, idas y venidas mías a la cafetería o buscar algo al carro, y las películas que ofrecían por cable el tiempo transcurrió relativamente rápido.
A Kathleen la canalizaron desde el momento que la admitieron. Debido al bajo nivel de líquido amniótico desde un inicio comenzaron a suministrarle oxitocina (mejor conocida como pitusina) para acelerar el parto. Las primeras doce horas pasaron tranquilas, pero después de la media noche la cosa cambió. A pesar de que no Kathleen no había dilatado mucho, comenzó a experimentar contracciones un tanto dolorosas. Desde un principio habíamos decidido que sería parto natural, pero eso sí, con la ayuda de la famosa epidural. Así que, si queríamos que le aplicaran la inyección, era el momento de hacerlo.
Un par de horas después de solicitar a la enfermera en turno que llamara al anestesiólogo, vi entrar a un anciano con cara de malvado vestido con bata y sosteniendo un maletín. Por un momento pensé que se había equivocado de cuarto. Pero no, aquel hombre era quien habría de aliviar los dolores que hacían que mi mujer comenzará a quejarse en serio. Luego de leernos su renuncia de responsabilidad legal y aburrirnos con su perorata de las posibles repercusiones que conlleva una anestesia epidural, inyectó a mi mujer. Pese a mi escepticismo la eficacia del hombre me sorprendió. Le basto solo un pinchazo exacto para colocar la manguera por donde suministraría la droga. Una vez terminó de conectar todo lo necesario y la anestesia comenzó a fluir, el efecto fue casi inmediato. A los 15 minutos la futura madre por fin descansaba. Sin embargo, la noche transcurrió lenta. Antes de la anestesia, ayudar a ir al baño a Kathleen era sencillo, pero ahora que no sentía sus piernas era necesario asistirla prácticamente en todo momento. Cuando no estaba en esas peripecias, el sueño me vencía y trataba de dormitar, pero pronto había que volver al auxilio. Y de esa forma, los minutos fueron escurriéndose lentos, hasta el amanecer.
Temprano por la mañana, quizá al rededor de las seis, desperté. Esos sí, muy cansado y con más sueño que ánimo. A mi el dormir poco nunca me ha hecho bien; por el contrario, me mata. Kathleen seguía sin dilatar lo suficiente, así que la enfermera aumentó la cantidad de pitusina buscando darle celeridad al asunto. Pero no fue sino hasta pasado el medio día que Kathleen comenzó a dilatar considerablemente, por lo que el doctor, quien había estado minutos antes con nosotros, supuso que era cuestión de un par de horas más. Bueno, supuso mal. Eran las cuatro de la tarde y las cosas seguían más o menos igual que horas antes. Yo había creído en las palabras del hombre y llamé a mis suegros para notificarles que en un par de horas más la bebé nacería. Después de rato entró una enfermera para aumentar la dosis de pitusina. Esta vez el efecto fue inmediato: en cuestión de minutos las contracciones se volvieron más fuertes e intensas. Desde ese momento, todo comenzó a acelerarse de manera vertiginosa.
La expectación crecía considerablemente. Ya para las cinco de la tarde Kathleen comenzaba a pujar en serio y el doctor que no llegaba. Mi cuñada estaba al lado derecho de Kathleen y yo al izquierdo. Tratábamos de motivarla y darle ánimos. Y al parecer nuestras palabras surtían efecto: ahora Kathleen pujaba por 15 o 20 segundos y luego descansaba por espacio de un minuto para luego recomenzar. Después de un rato Kathleen sudaba copiosamente y comenzaba a fatigarse. Pero habíamos hecho progreso: la cabecita de la bebe se dejaba ver. Yo cada vez más nervioso buscaba al doctor que no aparecía por ningún lado mientras que mi mujer seguía pujando cada vez con menos fuerza. De pronto, el doctor, como por arte de magia, apareció no sé de donde junto con dos enfermeras, y con una velocidad impresionante, instalaron todo el instrumental. Desde que entró al cuarto el doctor no había pronunciado ni una sola palabra, pero cuando finalmente habló, le dijo a Kathleen que diera un último pujido, uno grande, el más grande de todos y que con ese sacaba a la bebé. En se momento entró mi suegro. Yo estaba nervioso como nunca antes lo estuve. Mis ojos se debatían entre el rostro en agonía de mi mujer y las maniobras del doctor. Venga, el último pujido y la sacamos, le decía el doctor. Kathleen entregaba todo lo que tenía. De pronto, el doctor, con sangre fría y maestría perfecta, hizo un ligero corte para sacar la cabeza de la bebé. Yo temblaba, había sangre por todos lados, pero veía que mi bebé comenzaba a salir, que seguía saliendo, y que finalmente salía por completo. Era larga, hermosa; era nuestra. El doctor la tomó en sus manos y cortó el cordón. Volteé a ver a Kathleen que respiraba aliviada. Al igual que yo, lloraba. Y ese llanto mio iba acompañado de algo que no sé bien como describir, pero que invadía todo mi ser y me hacia sentir vulnerable e inmensamente feliz porque por fin había nacido Natalie, mi preciosa bebé.
A Kathleen la canalizaron desde el momento que la admitieron. Debido al bajo nivel de líquido amniótico desde un inicio comenzaron a suministrarle oxitocina (mejor conocida como pitusina) para acelerar el parto. Las primeras doce horas pasaron tranquilas, pero después de la media noche la cosa cambió. A pesar de que no Kathleen no había dilatado mucho, comenzó a experimentar contracciones un tanto dolorosas. Desde un principio habíamos decidido que sería parto natural, pero eso sí, con la ayuda de la famosa epidural. Así que, si queríamos que le aplicaran la inyección, era el momento de hacerlo.
Un par de horas después de solicitar a la enfermera en turno que llamara al anestesiólogo, vi entrar a un anciano con cara de malvado vestido con bata y sosteniendo un maletín. Por un momento pensé que se había equivocado de cuarto. Pero no, aquel hombre era quien habría de aliviar los dolores que hacían que mi mujer comenzará a quejarse en serio. Luego de leernos su renuncia de responsabilidad legal y aburrirnos con su perorata de las posibles repercusiones que conlleva una anestesia epidural, inyectó a mi mujer. Pese a mi escepticismo la eficacia del hombre me sorprendió. Le basto solo un pinchazo exacto para colocar la manguera por donde suministraría la droga. Una vez terminó de conectar todo lo necesario y la anestesia comenzó a fluir, el efecto fue casi inmediato. A los 15 minutos la futura madre por fin descansaba. Sin embargo, la noche transcurrió lenta. Antes de la anestesia, ayudar a ir al baño a Kathleen era sencillo, pero ahora que no sentía sus piernas era necesario asistirla prácticamente en todo momento. Cuando no estaba en esas peripecias, el sueño me vencía y trataba de dormitar, pero pronto había que volver al auxilio. Y de esa forma, los minutos fueron escurriéndose lentos, hasta el amanecer.
Temprano por la mañana, quizá al rededor de las seis, desperté. Esos sí, muy cansado y con más sueño que ánimo. A mi el dormir poco nunca me ha hecho bien; por el contrario, me mata. Kathleen seguía sin dilatar lo suficiente, así que la enfermera aumentó la cantidad de pitusina buscando darle celeridad al asunto. Pero no fue sino hasta pasado el medio día que Kathleen comenzó a dilatar considerablemente, por lo que el doctor, quien había estado minutos antes con nosotros, supuso que era cuestión de un par de horas más. Bueno, supuso mal. Eran las cuatro de la tarde y las cosas seguían más o menos igual que horas antes. Yo había creído en las palabras del hombre y llamé a mis suegros para notificarles que en un par de horas más la bebé nacería. Después de rato entró una enfermera para aumentar la dosis de pitusina. Esta vez el efecto fue inmediato: en cuestión de minutos las contracciones se volvieron más fuertes e intensas. Desde ese momento, todo comenzó a acelerarse de manera vertiginosa.
La expectación crecía considerablemente. Ya para las cinco de la tarde Kathleen comenzaba a pujar en serio y el doctor que no llegaba. Mi cuñada estaba al lado derecho de Kathleen y yo al izquierdo. Tratábamos de motivarla y darle ánimos. Y al parecer nuestras palabras surtían efecto: ahora Kathleen pujaba por 15 o 20 segundos y luego descansaba por espacio de un minuto para luego recomenzar. Después de un rato Kathleen sudaba copiosamente y comenzaba a fatigarse. Pero habíamos hecho progreso: la cabecita de la bebe se dejaba ver. Yo cada vez más nervioso buscaba al doctor que no aparecía por ningún lado mientras que mi mujer seguía pujando cada vez con menos fuerza. De pronto, el doctor, como por arte de magia, apareció no sé de donde junto con dos enfermeras, y con una velocidad impresionante, instalaron todo el instrumental. Desde que entró al cuarto el doctor no había pronunciado ni una sola palabra, pero cuando finalmente habló, le dijo a Kathleen que diera un último pujido, uno grande, el más grande de todos y que con ese sacaba a la bebé. En se momento entró mi suegro. Yo estaba nervioso como nunca antes lo estuve. Mis ojos se debatían entre el rostro en agonía de mi mujer y las maniobras del doctor. Venga, el último pujido y la sacamos, le decía el doctor. Kathleen entregaba todo lo que tenía. De pronto, el doctor, con sangre fría y maestría perfecta, hizo un ligero corte para sacar la cabeza de la bebé. Yo temblaba, había sangre por todos lados, pero veía que mi bebé comenzaba a salir, que seguía saliendo, y que finalmente salía por completo. Era larga, hermosa; era nuestra. El doctor la tomó en sus manos y cortó el cordón. Volteé a ver a Kathleen que respiraba aliviada. Al igual que yo, lloraba. Y ese llanto mio iba acompañado de algo que no sé bien como describir, pero que invadía todo mi ser y me hacia sentir vulnerable e inmensamente feliz porque por fin había nacido Natalie, mi preciosa bebé.
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