martes, 6 de marzo de 2012

El peso exacto

Abrí la puerta de la habitación y lo primero que noté fue una figura inclinada que hacía oscilaciones de manos sobre un cuerpo que yacía a un costado de la cama. En un principio, me costó reconocer de quién se trataba por la poca luz que reinaba en aquel lugar, pero conforme mis ojos se acostumbraban a la penumbra, vi que aquellos ademanes pausados no podrían ser de otro sino de mi compañero, Horacio Ruvalcaba, que no se inmutó en lo más mínimo con mi llegada.

Cuando Ruvalcaba comenzaba con su consabido ritual de investigación, se abstraía y se olvidaba por completo de otra cosa que no fuera la escena del crimen. Y para ello se valía de gesticulaciones y movimientos que, francamente, la primera vez que los vi se me antojaron un poco melindrosos, especialmente para un doctor en medicina forense.

Pero de alguna forma, después tanto malabar y concentración, obtenía resultados que nos permitían perseguir una pista concreta. A veces las revelaciones provenían de algo tan insignificante como la posición de algún objeto, o inclusive un olor raro que detectara en el aire. Ruvalcaba no dejaba nada sin estudiar porque, según decía, necesitaba saber con qué elementos contaba. "Un adecuado planteamiento del problema, es el primer paso para resolverlo". Me repetía constantemente mi compañero a modo de máxima, quién siendo un estudioso de las ciencias naturales y las matemáticas, sostenía que cualquier problema que tuviera solución, por oscura y remota que ésta fuera, podía resolverse si se hacía el planteamiento correcto. La primera vez que le escuche decir esto creí que era lo suyo más bien era una pretensión de erudito, pero probó con hechos fehacientes lo contrario ya que en más de una ocasión sus deducciones nos ayudaron a resolver el caso.

Nos habían mandado llamar de urgencia porque, supuestamente, se trataba de un caso especial. Y en efecto, lo era. El occiso era Petroni, un rico industrial de quién se sospechaba tenía tratos con la mafia. Era uno de esos hombres que se decían intocables, o al menos hasta horas antes.
Mientras Ruvalcaba seguía examinando la escena del crimen con minuciosidad de joyero. Yo, por mi parte, me di a la tarea de interrogar a los pocos testigos que había en el hotel. No me sorprendí con el hecho de que todas las versiones coincidieran: nadie había visto nada. Típica respuesta en un caso como este y que me dejaba con poco menos que nada para investigar.

Según Ruvalcaba, el asesinato había sido cometido tres horas antes, es decir cerca de las 9 de la mañana. El cuerpo de Petroni estaba boca arriba, completamente vestido y con dos impactos de bala en el pecho. Pero en aquella escena había algo curioso, un detalle que de alguna forma me inquieto. La mano derecha de Petroni aun empuñaba firmemente una Sig Sauer escuadra, un arma que rara vez había visto, y que según me explicó Ruvalcaba era la predilecta de los oficiales de alto rango de la Guardia Suiza. Le comente con sorna a mi compañero que quizá Petroni se consideraba a sí mismo como una especie de comandante o algo por el estilo, pero Ruvalcaba, ante mi comentario, se limitó a hacer una mueca cuya intención no pude definir muy bien y siguió estudiando la escena. De cualquier forma, lo raro no era el arma, sino el hecho de que cuando la removimos de su mano el cargador estaba vació y ni un solo disparo había sido hecho. En el lugar no se encontró algún otro indicio de violencia, lo cual significaba que Petroni no se defendió, o más bien, que no pudo hacerlo aunque hubiera querido.

Era obvio que al hombre lo había asesinado un profesional; los dos tiros certeros en el corazón hablaban por sí mismos. Ahora la pregunta era: ¿quién se había atrevido a asesinar a un hombre como aquel? Es cierto que Petroni tenía no pocos enemigos, pero cargarse a un capo peligroso como él no era cosa fácil. Todo mundo sabía que a Petroni le gustaba vivir la vida sin mesura y más bien con excesos de todo tipo. Constantemente se le veía involucrado en toda clase de noticias, tanto de política como de faldas. De hecho, recuerdo que días antes leí una nota en el periódico donde al capo se le ligaba con una mujer casada, al parecer esposa de un socio de Petroni. Le comenté este incidente a Ruvalcaba que sólo se limito a asentir.

Deje que mi compañero terminara sus anotaciones mientras yo me dirija al cuarto de vídeo. Tenía confianza que las grabaciones mostrarían a quiénes hubieran entrado y salido de la habitación, o al menos estado cerca. En vano revisamos los vídeos de las ocho cámaras de seguridad de todo aquel día. Casi para terminar el último vídeo, entró Ruvalcaba. En su mano sostenía una bolsa de plástico con un objeto de vidrio dentro. Era uno de los vasos que estaban en la habitación junto con algunas botellas vacías. Ruvalcaba me dijo que aun se podía percibir un ligero olor a éter en el interior del vaso. Sabiendo que se le escapaba algo, mi compañero revisó cada resquicio de la habitación y encontró que la tapa de la ventilación había sido recientemente movida. Al quitarla, encontró que conectaba con la habitación contigua, y que través del ducto fácilmente podía colarse una persona. Pero los vídeos de ese día no mostraban a nadie. A menos que... Sentí una corazonada y pedí las grabaciones de la semana completa. El vídeo de dos días atrás, mostraba al socio de Petroni en silla de ruedas junto con otro hombre que lo empujaba. Ambos entraron en la habitación donde se cometió el asesinato, pero solo el socio salió horas después. Ahora quedaba todo más o menos claro. Había ciertos detalles que faltaba conocer, pero que conoceríamos, al menos en teoría, más tarde.

Arrestamos al socio de Petroni y, una vez en al comisaría, sostuvo que él no había matado a Petroni, pero ante la evidencia contundente, acepto que lo había dispuesto todo para que el hombre que iba con él lo hiciera. El asesino había sido enviado por uno de los enemigos de Petroni con quién el socio se había confabulado días antes. Quizá temiendo una represaría, el socio se negó a seguir hablando; sin embargo, ya había dicho lo suficiente para resolver el caso. Durante el interrogatorio había estado jugando con una par de monedas en sus manos, cosa que primero adjudique al nerviosismo y no lo tome importancia. Pero luego, al ver la rapidez con que el hombre las hacia desaparecer entre una y otro manos, lo observe detenidamente. Cuando salimos del interrogatorio noté una leve mueca en su rostro y una especie de brillo en su mirada. Parecía meditar en algo, parecía estar satisfecho.

Sabía que teníamos el caso en el bolsillo, pero aun con eso, me sentía molesto por no conocer todos los detalles del crimen. Le comenté a Ruvalcaba que yo no creía que el móvil del asesinato hubieran sido los celos, sentía que algo faltaba. Ruvalcaba, después de cavilar un rato, me planteó su teoría. Una vez la hube escuchado, me di cuenta que las cosas no pudieron haber sido de otra forma.

"El motivo del crimen fue venganza, pero no por las razones que hasta entonces habíamos supuesto. Era cierto que el socio de Petroni, después de comprobar los rumores que sugerían que su esposa estaba involucrada con su socio, decido tomar cartas en el asunto. Durante el interrogatorio el hombre dejó ver un carácter altanero, pero en el fondo no era otra cosa que una fachada para ocultar una especie de rabia que pugnaba por salir. Era sabido por todo el mundo del servilismo que demostraba ante Petroni, y quizá el asunto con su mujer fue el detonante que lo impelió a cometer el crimen. Pero él estaba consiente de sus propias limitaciones. Además de su condición de invalidó, nunca había usado un arma, por lo que no era rival para Petroni. Probablemente lo pensó por algunos días, pero al final se decidió a contactar a uno de los enemigos de Petroni a quien propuso el plan para aniquilar a su socio. La única condición era que el otro proporcionara al asesino, un hombre que no fuera a fallar. El socio de Petroni se encargaría de disponer de todo, de tal forma que el ejecutor, llegada la hora, no tuviera más que jalar el gatillo. Sabía que Petroni era un hombre violento y que todo el tiempo iba armado. Conocía además el tipo de arma que portaba. Ahora el truco consistía en abrir una ventana de tiempo para hacer algo que minutos antes había estado haciendo con habilidad: escamotear monedas. Soló que ahora serían cargadores y no monedas, y además tendría que vaciar el anestésico en la bebida de Petroni. El socio sabía de los excesos a los que Petroni estaba acostumbrado, sabía que no rechazaría una proposición para el desenfreno, un regalo como los que solía darle. Quizá, con las copas de más que se bebiera Petroni, el socio pudo encontrar el momento justo para introducir la droga. Pero, ¿por qué no matarlo él mismo? Siendo el hombre apocado que era, y temiendo a Petroni como lo temía, el socio no se atrevería a cometer el crimen por su propia mano; por esas razones busco ayuda. Y por último, el mismo era un ser despiadado y gozaría más con imaginar la sorpresa de Petroni cuando éste, al intentar defenderse, al sacar su arma y notar la falta de peso en su mano, supiera que había sido traicionado".






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