miércoles, 20 de octubre de 2010

Bajo la lluvia

La llovizna comenzaba a cubrir la plaza que poco a poco iba quedando desierta. La temperatura descendía y las luces de los faroles surgían diminutas; la noche comenzaba a caer. En el cielo los grisáceos nubarrones se amontonaban sin decidirse a soltar el agua. Mientras que los edificios al rededor de la plaza se erigían impasibles contemplando la escena que se antojaba un tanto nostálgica y con un dejo de misterio, en la calle principal, donde ya se dejaban ver algunos charcos pequeños, se materializaba la sombra de un hombre que pedaleaba febril su bicicleta. Bajo el riguroso escrutinio de la noche, la figura en movimiento se hacía cada vez más visible. En el momento que cruzaba la plaza un trueno de lo alto lo hizo detenerse.

Ahora llovía. Gallo se refugiaba en un puesto de revistas donde un improvisado plástico servía de techo, que si bien no lo cubría totalmente, era mejor que empaparse por completo; las lluvias nunca le habían sentado bien a sus viejos huesos. Se frotaba las manos mientras exhalaba vaho sobre ellas. No buscaba calentarse, más bien, le ayudaba a enfocarse en sus cavilaciones. Miraba hacia la plaza y le parecía todo tan diferente
-será por la lluvia, es una noche como aquella- musitó.
Calculó que serían cerca de las ocho. No llevaba reloj; no era hombre de llevar algo sujeto a su muñeca. Además, no había necesidad, se había acostumbrado a pedir la hora en caso de necesitarla; últimamente se había acostumbrado a pedir casi todo. No había comido nada desde medio día salvo un pedazo de pan y una coca cola
-para mitigar el hambre-, como el decía.
Necesitaba seguir avanzando, pero la lluvia arreciaba haciendo prácticamente imposible cualquier intento de continuar; se vio obligado a esperar.

Una hora después escampó. Las nubes aun se podían ver cargadas de lluvia, pero dieron tregua, y solamente se mantenían allí, inexorables, amenazando con soltar de una buena vez chaparrón. Era tarde. El tiempo apremiaba y a Gallo le esperaban. La subrepticia neblina que poco a poco avanzaba sobre las calles daba a Gallo la impresión de irrealidad; de un sueño que ya se ha soñado, o al menos en el que ya ha pensado con anterioridad. Para disipar toda duda sacudió su cabeza, subió a su bicicleta y, con su cuerpo un poco dolorido por la humedad, se perdió en la noche.

Sería la primera vez en muchos años que vería a Otilio, su hijo. No se habían visto desde aquella última pelea donde Gallo le espetó que era preferible estar solo que soportar los caprichos y malos olores de otros, y azotando la puerta salio bufando y mascullando una serie de imprecaciones. Gallo y su hijo habían intentado vivir juntos en varias ocasiones, pero ninguno de los dos daba su brazo a torcer; había sido más fuerte la necedad, que la tolerancia mutua. Siempre discutían por cosas nimias, y ni el lazo sanguíneo que los unía fue lo suficientemente fuerte para mantenerlos juntos. No había pensado en reunirse con Otilio, pero el telegrama, firmado por una tal Antonina, era contundente: Urge que venga a casa de su hijo esta noche.

Conforme se aproximaba al lugar de la cita su inquietud iba en aumento. Aun no entendía bien porque lo habían mandado llamar; el telegrama no daba explicaciones. Al llegar a la esquina, reconoció el viejo edificio de gobierno, pero en la pared donde espero ver pintado el mural del águila y la serpiente, se encontró con el dibujo de un hipogrifo. Reconoció a la criatura por las historias fantásticas que alguna vez leyó de niño.
-Extraña criatura- pensó- al tiempo que le recorría un escalofrío por la espalda.
Las casa de su hijo no era como la recordaba. La puerta de madera ahora era de hierro y el ventanal estaba cubierto por rejas y sin alfeizar. Se apeó de su bicicleta y caminó dos pasos hacia el umbral. Llamó a la puerta; no hubo respuesta. Gallo insistió; solo silencio se dejaba oír. Esperó un instante tratando de escuchar algún ruido al tiempo que se pegaba a la puerta: no había señal de alguien dentro. Ahora se escuchaba el ruido de los carros en la lejanía. Comenzaba a llover nuevamente y Gallo se inquieto por un momento. No sabía bien que hacer. El telegrama decía que era urgente y, sin embargo, el lugar estaba vació. Cerró los ojos para pensar al tiempo que lo invadía una especie de sopor.

Aun llovía cuando la nieta de Gallo entró a buscarle. La habitación estaba en penumbra y sólo se escuchaba el repiqueteo de las gotas, por lo demás, todo estaba en silencio.
-Abuelo, ¿qué te has hecho? estás empapado.
Gallo lloraba. Sus piernas habían dejado de funcionar tiempo atrás. Con grandes esfuerzos y la ayuda de un bastón, a penas y podía permitirse unos cuantos pasos. Ahora, sentado en su mecedora, Gallo apretaba en su mano un telegrama desecho por la lluvia. Lo había recibido una noche 8 años atrás cuando, empecinado en su orgullo, le negó la visita a su hijo. En aquella misma noche, Otilio murió.

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