Desperté sobresaltado y sólo vi oscuridad. Un olor familiar se paseaba en el aire: como un aliento frío, callado, solemne. Excepto por algunas personas que estaban en las bancas adelante de mí, el lugar estaba prácticamente desierto. Atónito, falto de comprensión, miraba en rededor mío tratando de entender en donde diablos estaba. Noté como largas columnas se extendían cómodamente hacia la cúpula. También, había vitrales con detalles de santos y cruces clavados sobre los muros. En un instante me quedó claro que estaba dentro de una iglesia—por el tamaño más bien sería una catedral. Aun y con mi desatino, de alguna forma me daba la impresión de haber estado allí con anterioridad ¿de niño quizá? Dirigí mis pasos a la salida, y en cuanto alcance el umbral entendí: frente a mí estaba la plaza de armas (¿significaba eso que había despertado en la catedral?). Caminé un poco más hacia afuera para ver la fachada del edificio. Sí, era la catedral.
Había pasado del estupor al regocijo. Ahora me encontraba deambulando por la plaza con una notable sonrisa sobre mi rostro. No lograba entender como había sido posible todo esto, sin embargo, una explicación no era lo fundamental. El punto es que estaba allí nuevamente: en la ciudad que me vio crecer. Miraba a las personas en su ir y venir. Encontré que en ese vaivén tan cotidiano, que en esa cadencia tácita había algo hermoso y único—como si la gente de cada ciudad tuviera su propio ritmo. Cientos de veces anduve por esa plaza donde caminaba ahora, pero al mismo tiempo parecía la primera vez. La gente, los edificios, el atardecer mismo. Todo se manifestaba tan familiar y tan nuevo; tan vívido y tan irreal.
Supongo que por algún descuido de mi concentración, de un instante a otro pase a estar en un nuevo lugar. Ahora me encontraba sentado en una banca mirando a la estación de ferrocarril. No había duda: ahora estaba en la alameda central. Los cientos de pájaros volando, los árboles que se erigían hacia los cielos en llamas dibujaban un paisaje conocido. Recordaba las veces que anduve por allí. Tristemente, mi memoria es de más efímera, de lo contrario diría que soy capaz de rememorar cada uno de los detalles. Conservo más bien una especie de memoria colectiva, una imagen velada de las cosas—pero satisfactoria.
Nuevamente, de un momento a otro (acaso una nueva falta de concentración), pase a estar en la presa San José. Justo sobre la cortina y mirando hacia las montañas. Aquí vine mucho de niño con mis padres y con amigos. Ya fuera simplemente a comer las típicas gorditas, o bien a realizar el recorrido sobre la cortina. Y de la misma manera que lo fue antes lo sigue siendo hoy: un placer cada visita.
Cerré los ojos fuertemente pensando que un esfuerzo consciente me permitiría ir a otro lugar de la ciudad, pero todo fue en vano. Al abrirlos volví a estar en mi cama. ¿Acaso todo había sido sueño? No, al menos no quiero pensar que fue un sueño. Quiero más bien pensarlo como un suceso fantástico. Quizá por lo real de la experiencia; quizá sólo por melancolía. De cualquier forma, sueño o suceso fantástico, cuando pienso en él sonrío y vuelvo a estar en mi bella ciudad, San Luis Potosí.
viernes, 11 de diciembre de 2009
San Luis Potosí
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